Por: Alfredo Velarde
La nación se vuelve inhabitable. Ya era mala la vida aquí, de por sí, durante la larga noche del latrocinio disolvente del priato represor. Pero desde que la oligarquía económica en contubernio con la clase política decidió inventar el “mito genial” de la “transición democrática” del año 2000 de la alternancia, la ciudadanía con información vive la pesadilla constante del desasosiego, al percibir que el sistema político se pudre y porque teme lo peor: que lo que alcanzamos a saber, de cierto, sea sólo la orilla de problemas de mucho más hondo calado. Desde asuntos que tocan la corrupción galopante de las altas esferas oficiales (ciegas, por ejemplo, ante el jineteo de los bancos extranjeros con el dinero del fisco y las dispensas evasoras de los grandes contribuyentes), hasta el clero militante filopanista de oscurantismo excomulgador (frente a la sensata decisión por despenalizar el aborto como uno de los más complejos problemas de salud pública que nada tiene que ver con la histérica “defensa de la vida” en abstracto o la moral que ni siquiera los curas –pederastas- practican).
La presunta “guerra contra el narcotráfico”, para la cual el Estado mexicano es apenas un espectador más que todos los días da ridículos palos de ciego (aunque el gobierno calderonista de facto crea o finge que hace lo correcto), y la gravísima situación de los derechos humanos en México, problema que alcanza las dimensiones de tragedia social de la época ante un régimen atrabiliario, y que sin culpas de ninguna especie, se envuelve en la bandera de falsos patriotismos en la declarada e impracticada “lucha contra la delincuencia organizada”, pero que se hace de la vista gorda, cuando los órganos de seguridad del Estado y sus cuerpos coercitivos, al margen de todo estado de derecho que brilla por su ausencia, persigue y encarcela a los presos de conciencia, los tortura –cuando no los desaparece- y convierte su militancia político-social en simples “delitos del fuero común”, sólo para montar, detrás de ello, procesos judiciales amañados concebidos para quebrarlos y que desistan de sus justas banderas, al prolongar sus largos cautiverios indefinidamente, el mayor de los tiempos posibles.
En resumidas cuentas, una cloaca y no otra cosa es lo que se ha configurado como sistema político mexicano, instancia superestructural de defensa incombustible del modo de producción capitalista. Forma económica productiva e históricamente determinada, en el espacio contemporáneo de éste tiempo histórico, la cual, no contenta con la inaudita explotación del trabajo asalariado de los productores a favor de sus astronómicas ganancias, oprime a la gente incluso conculcando el más elemental derecho al trabajo, la educación y la cultura, la salud y la nutrición elementalmente dignas o el sano esparcimiento, mientras la clase política hincha sus abdómenes dedicada a hacer como que legisla, mientras invariablemente conculca la soberanía popular en el acto cínico y desvergonzado de convalidar todo aquello que conviene a los poderosos, como en el caso de la “Ley de Bioseguridad” y la malhadada “Ley Televisa”. Se trata, con éstos, de botones de muestra emblemáticos que son extensibles a muchos tópicos más. ¿No es acaso un acontecimiento digno de vergüenza nacional, que tengamos en el país –por ejemplo- al segundo hombre más rico del mundo, cuando más de las dos terceras partes de la población se debate en la delimitación fronteriza que compartimenta y escinde a la pobreza, de la miseria y la miseria extrema?
En todo caso, las tareas del movimiento popular de la amplísima oposición política mexicana, aunque preocupantemente fragmentada, debiera llevar, a los mexicanos dignos, a construir una reflexión colectiva en torno a cómo demonios revertir la crisis de representación que padecen casi todas las organizaciones gremiales; cómo encarar el reto de procesar un genuino análisis de la realidad nacional que permita sintetizar un programa verdaderamente revolucionario para una profunda revolución social desde el abajo explotado y oprimido; cómo atrevernos a imaginar nuevas formas de organización para la lucha, en momentos que el cinismo y la desvergüenza de la clase política y la oligarquía del dinero, la banca y los servicios, se apuran a conmemorar el bicentenario independentista y el centenario revolucionario de 1810 y 1910, respectivamente hablando.
En cuanto a esto, está fuera de toda duda que, los siniestros personajes que preparan el oropel de una conmemoración vacía y ayuna de toda fuerza transformadora, lo que quieren evitar por todos medios a su alcance, es que el movimiento civil, social y popular, así como el guerrillero que tanto se ha tardado en actuar, demuestren a la nación que, la única conmemoración no retórica de las efemérides, tendría que ser la de un nuevo levantamiento de los amplísimos conglomerados inconformes, a favor de la Segunda Revolución Mexicana, iniciativa que, hacia el 2010, requiere de muchas tareas para posibilitarla. Se trataría de una idea, consecuente como lo es, indeclinablemente orientada en el sentido de la conquista de una verdadera independencia –como la que no hemos nunca tenido en el país- y materializar un real aliento revolucionario de cambio llamado a destruir el capitalismo e innovar una forma resignificada de socialismo en los términos que aún hoy no se ha logrado construir. La tarea es descomunal, el tiempo es corto, pero caben las preguntas hacia los sujetos sociales de la urgente transformación de fondo: ¿si no somos nosotros, quiénes lo harán? ¿Si no es ahora, cuándo podría ocurrir?
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